martes, 30 de octubre de 2007

DE LA MEMORIA AL ORDENADOR

Amado del Pino


Lo he dicho otras veces: la poesía, el verso, el poder fascinante de la palabra me llegaron primero por los oídos y la memoria. Ya en la treintena me sorprendió ver un tomo con las décimas de “Camilo y Estrella”. Esas estrofas de Chanito Isidrón pertenecían, desde mi experiencia, al mundo de lo plenamente oral. Mi tía Miriam cuenta cómo mi padre le mal cantó la novela rimada en un largo viaje a caballo.

Los poetas de Tamarindo no han sido muy musicales, aunque adoran a los mejores repentistas. Recuerdo las libretas de décimas, celosamente guardadas y hasta asistir a la lectura colectiva de alguna carta rimada que intercambiaban con sus colegas de Yaguajay o Mayajigua, pueblos con nombres de resonancia indígena y abundante cosecha de versos. Por esa zona de la antigua provincia de Las Villas, centro del país, tierra de parrandas y cantares, nació Edel Morales, uno de nuestros mejores poetas actuales que me acaba de hacer un precioso regalo, provocando un cambio radical en el soporte del verso. Ya sé que leer en la pantalla del ordenador puede perjudicar la vista y acarrear otros desmanes, pero desde el cuartico (no igualito sino cada vez más atestado de libros) que comparto con Tania en casa de sus padres, no resulta fácil leer en papel y la mejor silla; el silencio más propicio se ubica frente a la computadora. Entonces los hondos y a la vez leves poemas de Edel se deslizaron ante mis ojos como si nunca hubiesen sido pensados para otro formato. Voto por la permanencia del libro, pero la página impresa lleva su sillón, mejor aún si es un portal sereno. El libro que se guarda en cajas enmohece y es devorado por los insectos, antes de que puedas estibar la carga y entrar al mundo mágico de la lectura.

Morales habla de temas eternos y a la vez concretos. Persigue y se le escapan muchachas; supone, espera, se contiene, grita y añora desde un ritmo dulce, que deja pasar las pasiones sin neurosis ni aspavientos. Y afuera la telenovela, mosquitos que zumban, una vecina que entera al barrio de sus desavenencias conyugales, pero sigo frente a la pantalla de trabajo, protegido por la cara de hombre ocupado. Además no tengo ni que cambiar la página, estos versos trémulos, íntimos, desnudos van bajando mientras pulso y acompaño al poeta. Creo que si vuelvo a escribir poesía lo haré también en el ordenador, aunque parezca frío y demasiado tecnológico. Mi letra es horrible y la máquina de escribir —que tanto amé— se me escapó hacia el universo intangible de la nostalgia. Además, aquí, en las teclas de la computación es fácil escribir, tentación nefasta para los abundosos; pero también resulta simple y cómodo borrar, esa acción tan noble para los que aspiramos a la mejor literatura.

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